Pregón de las Fiestas Trienales de la Bajada de la Virgen del Pino 2015 pronunciado por el poeta pasense Ricardo Hernandez Brazo el día 1 de agosto de 2015 

 

Queridos convecinos, familiares, amigos:

Ante todo quiero agradecer su presencia aquí y la confianza que las autoridades municipales, tanto la anterior alcaldesa y el concejal de cultura en un principio y ahora el actual alcalde y la nueva corporación, han puesto en mí al encomendarme la lectura de este Pregón de las Fiestas Trienales de la Bajada de Ntra. Sra. la Virgen del Pino 2015. Para mí es una alegría y un honor que he asumido desde el primer momento con el deseo de que todos puedan reconocerse de alguna manera en mis palabras y que sean un aliciente más para protagonizar estas fiestas con la intensidad, el orgullo y el fervor que este pueblo y nuestra Madre del Pino merecen.

Afrontar esta tarea suponía una doble responsabilidad: hablar de aquello que uno ha vivido como palmero de El Paso de modo que mi experiencia pudiera ser sentida como propia por muchos y que mi texto fuera ligero, pero a la vez dotado del peso y la profundidad que mi vocación de poeta me reclama. De los alentadores consejos que recibí de queridos amigos como Talio Noda o Elsa López, me quedo con un comentario a partir del cual esa responsabilidad se me hizo más llevadera: “Hacer un pregón sólo consiste en hablar bien de tu tierra”.

Y es que hablar bien de mi tierra es fácil, porque siempre he estado cerca de ella. De la isla entera, de la que me siento parte y que llevo en lo más íntimo, pero de El Paso muy especialmente, porque todas mis raíces están aquí: mis orígenes familiares, mi memoria sentimental y espiritual, los recuerdos de mi primera infancia cuyas impresiones marcan como ninguna otra el carácter y la sensibilidad. De ese amor a la tierra he hablado en poemas como éste:

 

La isla anuda un ancla al corazón.

Apega a lo menudo íntimamente

prendido en la retina;

a lo medido en la constancia,

en la quietud entrañada

del pie que ahonda un paisaje y arraiga

mientras el ojo navega

el ojo del mar.

 

La Palma y El Paso están en mí, pegados a cada una de mis fibras. Han anclado mi corazón a sus parajes, fijado mis ojos a su belleza cambiante, soldado mis plantas al suelo en el que enraízan mis huellas. Mi pertenencia, como muchos de mis convecinos, a una familia vinculada durante generaciones al trabajo en el campo me hace sentir muy próximo a una herencia de cercanía a lo pequeño, al fluir lento de la vida al ritmo de las estaciones en una naturaleza dura pero pródiga a la vez. Ese latir cerca de la tierra que nos ayuda a no perder de vista las cosas realmente valiosas, la medida de lo que somos y el lugar que ocupamos en el mundo. Una actitud de admiración y agradecimiento ante la grandiosidad del paisaje que habitamos y un sentimiento de pertenencia a una comunidad que nos lleva a vivir las fiestas con el espíritu de colaboración y reciprocidad que animaba las antiguas gallofas. Gallofa en el sentido de esfuerzo compartido a la vez que de intercambio y diálogo que amenizan y enriquecen. Creo que ese concepto de gallofa es el que desde siempre ha caracterizado el sentimiento de los pasenses al preparar y participar en estas fiestas. Ser hijo de El Paso hace que uno se reconozca parte de ese legado: el de una identidad que nace de un estar sobre el territorio, un estar en común, arropados en la noción de concordancia en el tiempo, de correspondencia a una entidad superior que nos alienta. Ese es para mí el Camino de la Virgen que hemos estado anticipando durante estos tres años y que a partir de hoy empezamos de nuevo a transitar.

Ya en mis correrías infantiles por los huertos del barrio de Vistalegre o de la casa de mis abuelos maternos en El Paso de Abajo, entre almendros y tuneras, explorando cuevas o saltando cercados, pateando un balón en campitos de aserrín, escalando laderas con la brisa al fondo y las cumbres de riscos imponentes que obligaban a elevar la mirada o abismarla, ya desde esos días, pude tomar clara conciencia de ese estar en una naturaleza privilegiada. Y las fiestas de mi pueblo, vividas cada año de la mano de mi familia, me hicieron partícipe de ese estar en común al que me he referido. El concepto de estar en el tiempo quizá sólo se alcanza luego, con la perspectiva de los años, cuando la conciencia de pérdida nos hace valorar lo que va quedando atrás y lo que de verdad merece la pena de aquello que conservamos o ha sobrevivido.

Quizá por eso, cuando a los diez años mi familia se trasladó a Los Llanos, donde transcurrieron mi adolescencia y juventud, las fiestas de El Paso eran siempre el punto de retorno, la cita ineludible con las raíces. Y ese retorno se concretaba en dos días muy especiales: La Fiesta del Pino y la Bajada de la Virgen. Dos fechas en que las mejores virtudes de nuestro pueblo se muestran en toda su grandeza para homenajear a la Madre. De ahí que en mi memoria más temprana-como en la de cada uno de nosotros- aparezca la impronta de la Virgen, el Pino, la Bajada.

Cada primer domingo de septiembre conserva en mi recuerdo el encanto de una noche de Reyes. Los preparativos de la comida en el monte que llenaban la casa desde la jornada anterior con los olores de los platos y postres típicos y que nos permitían saborear ya de antemano la emoción de la fiesta. La salida desde bien temprano para poder aparcar y ocupar un buen sitio donde tender la trapera con los enseres para el día. La tertulia en la plaza con la familia, los amigos y vecinos a la espera de la misa y la procesión por el pinar. Los puestos de feria con las pistolitas de agua que causaban furor entre la acalorada chiquillería de mi generación. La comida en familia y la tonada de los versadores acompañando el sopor de la sobremesa con su cadencia ancestral. Las incursiones infantiles por el monte o entre los grupos familiares tendidos en el pinillo mientras el rasgueo de alguna guitarra, las voces del gentío y los acordes de la verbena se fundían en la polvorienta atmósfera estival. El regreso madrugador a la caída de la tarde para situarnos en el lugar propicio desde donde presenciar la carrera de caballos con la espectacular subida del Reventón.

Estas imágenes de la Fiesta en el Monte, grabadas en el corazón de todos los hijos de El Paso, tienen el poder de devolverme siempre la luz de la infancia.

La otra instantánea que recorre el álbum de mi vida como una luminosa constante es la de la Bajada. Esa aura es la que envuelve mis primeros retratos con mis hermanos, junto a mis padres y su grupo de amigos en las carrozas que con tanto mimo elaboraban y que son para mí ejemplo de la devoción que ponemos siempre los pasenses en cada manifestación artística y cultural y muy en particular en estas fiestas trienales. En las páginas de ese álbum está cada tradición relacionada con esta celebración en la que he tenido la suerte de participar, colaborar o disfrutar junto a mis convecinos, tanto aquellas mantenidas a lo largo de los años, como en las que han sido rescatadas puntualmente o de las que oímos hablar con entusiasmo o admiración a nuestros mayores. Entre ellas, por ejemplo, la suntuosidad de los carros alegóricos de don Antonio Pino, cuya riqueza textual, escenográfica y musical ocupa un lugar muy destacado en la memoria colectiva de esta ciudad. La colorista y emocionante Danza de Manuel González que tuvimos ocasión de ver recuperada y ejecutada en el mágico enclave de la encrucijada de calles en torno a la plaza de Ntra. Sra. de Bonanza. La celebrada y polémica Fiesta de Enanos y Enanas, que siempre se recuerda con simpatía. La Fiesta de Principios de Siglo o el Día Típico, vívidas recreaciones de nuestro pasado, que se han convertido en clásicos de la Bajada. La variada oferta vinculada a nuestras tradiciones y a las manifestaciones religiosas, artísticas y lúdicas: Fiesta de Arte, Loa, Baile de Magos, Festival Folclórico, Elección de Romeras, torneos deportivos, exposiciones… Desde las ya lejanas y entrañables veladas de Monterrey, hasta las verbenas, conciertos o terrazas de verano que cada año nos permiten encontrarnos en un marco donde diversión, cultura, tradición y modernidad se dan la mano como muestra de la creatividad y el espíritu festivo de nuestro pueblo.

Pero de todas las fechas que señalan mi encuentro sentimental con El Paso, la Romería es la primera.

Quizá me pueda el cúmulo de afectos personales asociados a ella, pero la Romería del Pino es para mí La Romería. Desde niño vivo esta jornada con un fervor aprendido de mis padres, una efervescencia que remonta por mis venas hacia un pasado remoto. Al vestirme el traje típico, algo en mi interior se transforma. Mi sangre bulle con el regocijo del campesino que, finalizada la cosecha, hace un alto en su continuo faenar para agradecer y compartir los frutos de la tierra. Es algo que nace con nosotros: preparar la carroza o el modesto carrito, la alforja, el zurrón o la bota y acercarse al encuentro con la Virgen, con nuestros más allegados y con el recién venido al que ofrecer lo mejor de nuestras costumbres. El escacho o rebujado; la papa o el peloto de gofio para el conduto de queso o carne en adobo; el turrado o la variedad de dulces de almendra de nuestra rica repostería. El hermanamiento de los sabores compartidos y el vino que aligera la carga de los días y nos abre al otro. Y aquí y allá las agrupaciones folclóricas, las parrandas, cuatro amigos que se juntan, un timple, una guitarra, un acordeón y las voces henchidas en el canto, las miradas que se cruzan al entonar las letras que dejan su rastro de emociones en los ojos aguados. Recuerdo siempre como una mágica letanía el toque de tambor y el golpe de la lanza sobre la carrocería del camión en el viejo sirinoque con que mi padre y sus compañeros amenizaban todo el recorrido de la Bajada. Aquel son primitivo que parecía prolongar a través de los siglos el eco de un ritual aborigen: A la tiririna,/ a la tirirana,/ Tomasa Puntilla/ también jila lana; Yo vide una pulga/ encima un tirante,/me enseñó una pierna,/ me alegro bastante; Este sirinoque/ vino de Sevilla,/lo trajo mi abuela/ en una escudilla; Y sigan y sigan/ y vayan siguiendo/que este sirinoque/ nos va divirtiendo… 

Estampas, olores, sabores y sonidos imborrables de esta despaciosa romería en la que uno puede dejarse estar, hacer un alto y ver pasar. Sentarse a contemplar el enlucido de las fachadas y muros adornados con los objetos del ajuar doméstico y los útiles del campo – los paños de lienzo, las telas y manteles bordados; almudes, balayos o cestas con sus ristras, ramos y manojos de espigas; barrilillos y cuartillas, palas y belgos – conformando armoniosas composiciones, auténticas obras de arte, que alfombran el paso de la Virgen.

Es como si la Madre del Pino fuera desabrochando a su paso un hermoso vestido que dejara al descubierto la intimidad mejor guardada, la prenda más valiosa: el corazón de su pueblo. Porque participar en la Romería es entrar en el alma de El Paso. Siguiendo tras la Virgen el itinerario del sol, cada tramo del camino se descubre ante nosotros con una luz diferente.

Desde la Ermita abrazar con la mirada la geométrica planicie de Las Cuevas. Bajar hacia la Cruz de Vendaval buscando arrimo en los islotes de sombra del barranco frente al caserío de Los Barriales. Enfilar demoradamente la cuesta hacia la Rosa entre el calor de los cuerpos engastados en la humana belleza de la piedra. Trasponer el Tanque de los Pasajeros y sentir el pulso del tiempo en las viejas casas abiertas al camino. Refrescarse en el Chorro de don Diego antes de alcanzar la Cruz Grande y descender sobre el balcón de Tenerra para asomarse al pueblo ya rumbo a Fátima y entrar finalmente, con satisfecho cansancio, en el clamor del Centro. Durante todo el trayecto, levantar de cuando en cuando la vista aligerada por el humor de la fiesta y presenciar la majestuosidad del Bejenado en un flanco, el manto verde de la Hilera a la espalda y la suave curva del Birigoyo al sur, ver remontar el sol sobre sus cimas y caer al fondo del valle inundando con su pátina dorada los trajes, los rostros, las miradas hermanadas en la fiesta.

Un recorrido que seduce de principio a fin y que está lleno de recuerdos entrañables: el encuentro con la familia paterna, mi abuela Juana y tía Luisa junto al camino, la parada obligada en casa de Estela, siempre punto de reunión y alegre acogida; la peña de colegas tras el animado rodar del dornajo entre polkas y mojito; la cita con los amigos llegados de otras islas, del continente o de la otra orilla atlántica que, cautivados por la fiesta, regresan cada trienio; el momento inolvidable-no podía ser otro el lugar, no otra la fecha – en que me declaré a Graciela, mi mujer… Fervor compartido, voluntad de encuentro, de avenirse en afable sintonía: valores esenciales del espíritu romero.

Cuando rememoro todas estas vivencias que me unen a la memoria íntima de mi pueblo y su gente, pienso en el sentido de la Bajada. ¿Por qué baja la Virgen? Quizá baja, como ya he dicho, precisamente para eso: baja a recordarnos que somos una comunidad, que estamos juntos en un paisaje, en un espacio y un tiempo, en una identidad. Somos vidas que pasan al lado, enmarcadas en un paisaje único, en unas piedras que hablan de nuestro pasado y nuestro presente compartido. En estos tiempos de individualidad, de ir por libre o quedarse al margen, de un compartir artificial parapetado tras el teclado del móvil o el ordenador, tiene más sentido la venida de la Virgen. Nuestra Señora del Pino se llega a nosotros como una madre que recuerda a sus hijos que son una sola sangre, parte de un todo. Baja a pie, porque solo al ritmo de los pasos se puede mirar a los ojos, dar la mano o la palabra, alzar la vista para mirar en torno y descubrir que, sin el espejo del otro, somos apenas un soplo, un instante fugaz en la gran matriz del tiempo.

De este recorrido personal por mi memoria de la Bajada, quisiera quedarme, para concluir, con dos símbolos que para mí resumen el sentido de estas fiestas que tengo la suerte y el placer de anunciar:

El primero es el símbolo de la carroza. Como una prolongación de nuestra casa, en ella ponemos lo mejor que tenemos y lo sacamos para ofrecerlo como muestra de lo que nos define. El cuidado diseño, las recetas de nuestras abuelas reproducidas con todo esmero, el vino mejor de nuestras pipas, las sedas y bordados de los trajes que lucimos: todo está diciendo “estás en tu casa, esto que me da la tierra y que nace de mi esfuerzo es tuyo”. Come, vacía tu vaso, unamos nuestras voces. Y a la vez da a entender: “Este soy yo. Acércate a mí, esto que me distingue me hace tu igual”. Porque en el fondo esa carroza no es más que el trasunto de otra carroza interior. La que no tiene adornos y se desnuda para hacernos próximos en un ser y un sentir universales. Saquemos de dentro esa carroza para que podamos disfrutar estas fiestas con ese signo de apertura que da pleno valor a la palabra identidad: entendida no como aquello que nos distingue frente o contra el ajeno, sino como lo que nos caracteriza en tanto individuos y como colectividad y nos permite reconocernos a nosotros mismos a través del reflejo en la otra singularidad de quien nos mira. Ese es el fundamento y la verdadera riqueza de la fiesta.

El segundo referente es el Pino de la Virgen: un símbolo que ha unido a generaciones durante siglos. Su regia sombra ha albergado el altar de dos culturas, aborigen y cristiana, con ese poder cautivador que tienen los lugares sagrados en todo el mundo. Da cabida al misterio, al espíritu, al milagro imprescindible en nuestras vidas. Esa parte inexplicable de nosotros mismos que es precisamente la que nos explica, la que nos da razón de ser. Llamémosla fe, sentido de unidad, de integración en una entidad superior de la que somos apenas una parte. El Pino es uno de esos lugares dotados de un halo especial de los que este municipio y esta isla están llenos. Como otro símbolo para mí: aquel viejo eucalipto ya desaparecido de la curva de Vistalegre a cuya sombra, como la del gran pino de la Virgen, nos acogíamos grandes y chicos en las calurosas tardes de verano y que es el origen de este poema:

 

A la tardecita suelen sentarse los viejos

en la frescura de un grueso eucalipto

orilla del camino.

Cada uno en su piedra, en silencio

como si todo se supiera

y al fin no hicieran falta las palabras,

la espalda recostada contra el muro,

miran al cielo y al camino, ven alejarse

las nubes y las gentes, ya sin magua

pues sus ojos esperan otra lluvia.

Como ellos, desecharé algún día las palabras,

rebuscaré en el cielo

lunas de agua, lisuras a mi sed,

y poco podré aún

sino poner la mano, cuando de viejo me siente a la sombra

y conozca las nubes.

 

Cuando llegue ese día, sé que podré contar que me siento parte de un pueblo que se retrata con pasión en el espejo de su Virgen y de sus maravillas naturales, uno más en un pueblo que ama sus raíces y que se asienta en sus tradiciones para construir un futuro abierto al mundo. Y esperaré esa lluvia con la fe y el amor que sus habitantes y La Palma entera ponen cada tres años en la acogida a la Madre del Pino y a todos los que de fuera vuelven al reencuentro de sus familias, de sus recuerdos y de sí mismos. Dispongámonos, pues, a vivir la Bajada, a disfrutarla como sabemos hacerlo, a alegrarnos junto a los nuestros, los de aquí y los que, venidos desde otras orillas, se sienten parte con nosotros, con los que irán a nuestro lado y los que nos acompañarán desde dentro, vivos siempre en la memoria, en el gozo de la voz y la mirada. ¡Que nos encontremos en la fiesta para brindar por ello!

 

¡Felices fiestas, feliz encuentro!»

RICARDO HERNÁNDEZ BRAVO

Licenciado en Filología Hispánica, Poeta y Profesor de la isla de La Palma

Julio 2015