Romería de la Virgen del Pino

 

 

Hay una foto en mi álbum familiar a la que siempre regreso con cariño. Un niño de pocos años asoma apenas sus curiosos ojos sobre la baranda de una coqueta carroza en forma de gran cesta trenzada con piñas de pino. A su lado padres y amigos en animada charla o atentos al fragor de la fiesta. Al fondo la esbelta crestería de la Hilera con un breve retazo de brisa ondeando sobre su borde.

Esa imagen de la infancia, anterior quizá a mi memoria consciente, pero firmemente prendida en mi retina, forma parte del entrañable álbum personal en el que cada uno de los hijos de El Paso va enmarcando los recuerdos de la Fiesta Trienal de la Bajada de la Virgen del Pino.
A través de ella me llegan otras imágenes queridas: las días de arduos preparativos para encajar el diseño imaginado sobre la caja hueca del camión, las voces de mi padre y sus compañeros entonando un eterno sirinoque, la primera carroza construida por el grupo de amigos quienceañeros intentando poner en ella el esmero con que se la vimos hacer antes a nuestros padres…

Imágenes y sensaciones revividas con la misma intensidad cada Bajada: el insomnio de la noche previa, la impaciencia en la mañana, el hervor de la sangre al enfundarse el traje, la espera entretenida, aderezada de olores y sabores, el son de timplillos, tambores y guitarras, el marco de la Cumbre, el Bejenao, el Birigoyo, el enrame de flores, lienzos y traperas, los descansos y recodos del camino…

Emociones que hablan de la devoción y el buen talle con que se cuida la fiesta de la Virgen. Porque la Fiesta Trienal es en mi corazón el día de la Romería, el día de mi Virgen. Una virgen de fino rostro, radiante, contagiosa de aire y horizonte. Una virgen que se envuelve en su manto verde de Cumbre para unirse a su pueblo en el camino. El peregrinaje de la Virgen que baja para acercarse a los ojos, para reconocer los rostros y los lugares de aquellos que buscan su presencia y su arrimo. Perfiles diferentes, renovados cada año, nuevas y viejas caras, nuevas voces, viejos pulsos. Un paisaje nuevo, pero antiguo a la vez, siempre familiar en el fervor de las gentes, en el orgullo por las tradiciones encarnadas en el ser de aquellos que las sienten como propias: los de aquí y los de fuera, los idos y retornados, los que fueron y están aún en el ritual del recuerdo.
La Romería es, en fin, el camino, el lugar del encuentro. El camino que se hace a pie, a paso lento, al ritmo de las gentes que durante generaciones han sabido adecuar el tiempo de sus vidas a los ciclos de las estaciones, las cosechas y las lluvias, que de niños se han arrullado en su pendiente o chapoteado en sus charcos, que se han refrescado en sus chorros y abrevaderos, parrandeado en sus festejos, que han pasado con su carga y su desvelo y han recostado su vejez en la tertulia del banco o la piedra a la sombra de un almendro.

Tantas y tantas imágenes rememoradas, superpuestas cada tres años como un fresco primitivo y a la vez pleno de modernidad. Devoción, tradición y paisaje enlazados en una celebración que arraiga para siempre en el espíritu de cuantos se acercan disfrutarla.

Un año más preparémonos para allanar el camino a Nuestra Madre del Pino. Pongamos ante ella el espejo de nuestras mejores galas para vernos reflejados una vez más en sus ojos cercanos. Y olvidemos la prisa para recorrerlo de manera que vuelva a sentirse Una con su gente, a reconocerse en nuestros rostros hermanados en la alegría de la fiesta.

 

Ricardo Hernández Bravo

Texto incluido en el programa de las Fiestas Trienales de la
Bajada de Nuestra Señora del Pino 2006
Ricardo Hernández Bravo

Ricardo Hernández Bravo